lunes, 17 de junio de 2019

Fragmento de la novela "Aún llueve en Torcoroma", que narra la vida de la poeta Dolly Mejía



En este post quiero compartir con  ustedes el capítulo I de la novela "Aún llueve en Torcoroma", una biografía novelada de la poeta Dolly Mejía Moreno. 
En esta novela, la escritora Olga Echavarría recorre la vida de la poeta, a partir de la investigación realizada no solo en Colombia, sino también en España, Argentina, Alemania, Francia, países donde  la poeta vivió y trabajó. La escritora decidió rellenar con ficción los espacios en blanco, aquellos detalles que no pudo comprobar, descubrir o establecer como verdad. El relato, narrado a tres voces, se convierte en un testimonio valioso de la fascinante vida de esta mujer que es, en gran medida, la historia de  la lucha de todas las mujeres latinoamericanas por abrirse camino en el mundo artístico y profesional, dominado por los hombres a comienzos del siglo XX. 
Olga Echavarría, autora.


Aún llueve en Torcoroma

Capítulo I

Anoche soñé con ella. Me miraba con tristeza tras una vidriera empañada. Del techo de madera  se desprendía una lluvia menuda, como si una nube se desmigajara sobre nosotros. Ignacio, repetía ella. Busqué  sin éxito una abertura para poder abrazarla. La llamé: Dolly, hermosa Dolly, pero mi voz era como un vapor que ascendía de mi garganta y se perdía entre los vidrios teñidos por la opacidad de su cuerpo. Ignacio. El sonido de su voz era agobiante. Luché por desprenderme de su embrujo, huir de sus lamentos, pero no lo conseguí. Una y otra vez veía aparecer su rostro, su cabello rubio, sus labios a los que solía escribir poemas en los días de la universidad. Desperté aterrado, me pegué a los huesos de Yolanda. Ella se revolvió con disgusto, pero no me rechazó. Recordé entonces la llamada:
―¿Ignacio? Tienes un encargo. Dice Miranda que un amigo de Dolly llamó para pedir que le devuelvan el equipaje que envió la semana pasada a Torcoroma. Que él no tiene tiempo. Que si tú te puedes pasar por allá para que recojas las cosas y se las envíes al coronel Gómez a Bogotá.
Cuando escuché esas palabras sentí que la sangre fluía más lentamente por mis venas. Ese nombre que había tratado de sepultar entre pilas y pilas de otros nombres tomó forma en el aire: su cintura pequeña, los destellos del cab ello, la hondura de sus ojos negros, la belleza que maldije tantas veces en medio del suplicio de los celos, completa, intacta, tan cerca de mí que podía tocarla. 
Mi mirada tropezó de golpe con la de Yolanda. El odio escurría de sus ojos, como si también ella hubiera logrado contemplar a Dolly de pie en medio de la habitación. La voz añadió:
―¿Aló, Ignacio? Me imagino que no es fácil ir a recoger las cosas de Dolly, pero a mí me queda imposible y Miranda sigue ocupado con el pleito de Palermo. El coronel dice que te conoce y te considera de toda su confianza. Que vayas tranquilo que allá está Suso, que él te abre las habitaciones del fondo, donde están las maletas.
Era viernes, el cielo proyectaba su azul intenso sobre las lozas del cementerio y los pinos que bordeaban los senderos. El coronel Gómez, rodeado de unos cuantos familiares, permanecía rígido frente al ataúd blanco, con ribetes dorados que descansaba aún sobre los soportes, encima de la fosa. Pude adivinar una única lágrima tras los cristales oscuros de sus gafas. Luego, un erguimiento marcial del coronel la hizo visible. Pude apreciar cómo rodaba por su mejilla antes de penetrar en el bigote cano. Mis ojos secos continuaban contemplando la escena, sin aceptar que bajo las capas de tierra negra que arrojaba el sepulturero se encontraba ella, en la quietud y el silencio que siempre quiso y que solía buscar por los bordes de los arroyos, en los senderos del pueblo, en el mirador a oscuras durante la madrugada.
―Está bien ―respondí fingiendo indiferencia―. Dame la dirección del coronel.
La carretera estaba más llena de barro que de costumbre. En pleno octubre llovía abundantemente y los caminos se habían estropeado. El jeep de Miranda avanzaba con sacudidas violentas. Las recuas de mulas se apartaban con corcoveos y aspavientos que los arrieros trataban de aplacar con el rejo, cuidando más de la carga que de las bestias espantadas. Me detuve un rato cuando la casa apareció entre el cafetal y el potrero reverdecidos por la lluvia. Las puertas y ventanas clausuradas semejaban un rostro macilento, sin embargo Torcoroma estaba lejos de verse como una casa abandonada. Jesús María mantenía el jardín henchido de Hortensias, rosales de muchos colores, azaleas y jazmines. Los árboles rodeaban la casa como viejos soldados estremecidos por la brisa. Hice el camino de entrada a pie para aspirar mejor el aroma de los limoneros y naranjos y observar el vaivén de las ramas de los eucaliptos que bordeaban la carretera.
Las llaves pendían de un clavo, como había acordado con Jesús María. El mismo clavo hería por el centro un sobre: el telegrama del coronel confirmando mi visita para retirar de la hacienda las cosas de Dolly. La puerta principal se abrió con un crujido y dio paso a la luz de la tarde. La madera de las ventanas clausuradas gimió a su vez y un viento frío recorrió la sala vacía. Tal vez pensaban enviar los muebles después del equipaje, tal vez para Dolly ya no era importante tener la hacienda llena de cosas. Sólo esperaba reclinarse en la cama grande de la habitación contigua a la sala, separar el toldo apolillado, tal y como yo lo hice con mis manos temblorosas, y descansar sobre las almohadas enormes, rellenas de plumas de ganso.
Apoyé mi brazo en el colchón que cedió blandamente y me recosté en la cama. Dejé salir mis las lágrimas que rodaron por mis mejillas hasta humedecer la almohada olorosa a encierro sobre la que aún podía adivinar la cabellera rubia extendida en rizos dorados y el rostro de Dolly, sereno por el sueño. Sonreí tristemente a la condena que había significado para mí verme privado de su presencia. Mi destino era extrañarla siempre y desear para mí la existencia de otros hombres, libres de amarla y recibir su amor. Debí quedarme dormido porque de repente abrí los ojos a la negrura de la noche y fue preciso alumbrarme con los faros del carro para poder alcanzar las maletas duras donde se encontraban sus cosas. No quise pedir ayuda a Suso que a esa hora estaría entrando al rancho, unos metros más abajo, cansado por un día largo en el lote.
Pasé la noche acariciando sus cosas, regocijándome con cada hallazgo: una hoja o un pétalo dentro de un libro, una fotografía suya, un poema a medio escribir, una libreta con apuntes. Debajo de su ropa encontré el objeto más precioso de todos. Una cinta blanca lo rodeaba y sellaba con un nudo que acaricié largamente. Imaginaba sus manos en la intrincada labor de dar forma al nudo y quise deshacer sus movimientos desbaratando los pliegues para liberar el montón de hojas que guardaba. Lo primero que noté fue la fecha en la parte superior, la mayoría eran cartas, pero también, allí mismo, encontré sus confidencias, su prosa melodiosa y dramática, sus palabras más gastadas: sangre, comba, rosa, azul. Inicié la lectura apresuradamente.
La noche seguía su curso y una lluvia intensa golpeó las tejas de barro, apremiándome a regresar al pueblo. Pensé en el coronel y su bigote duro. En su expresión al descubrir mis cartas y los demás textos que descansaban en mis rodillas. Te confieso que hasta ese momento no había considerado este hurto. No sabía que ya no lograría desprenderme del espíritu de Dolly que adivinaba preso en cada confidencia suya. Sentí, ya casi llegada la madrugada, que no me sería posible apartarme más de aquellas páginas. En casa me esperaba Yolanda. Pensé con alarma que no dejaría de registrarlo todo hasta dar con el paquete que sostenía, lleno de dicha, entre mis manos. Cuánto había odiado siempre a esa rival que llenaba por completo mi pecho y de quien no lograron apartarme miles de millas de distancia, ni los rostros y cuerpos hermosos que se me ofrecieron a lo largo de los años, ni el primer llanto de mis hijos, ni los escasos éxitos en mi profesión, ni mucho menos su cándido amor de adolescente del que ya no quedaba ni una gota que la moviera siquiera a compasión. Sostuve ante mis ojos una de las fotografías de Dolly y pensé en el rostro hermoso encogiéndose y deformándose bajo las manchas pardas del fuego de la hornilla, donde sin duda sería arrojada en un arranque de ira por Yolanda. Palpé con gozo las hojas: “…El cielo de Madrid es un espanto de motores dementes pero eres un consuelo para mi espíritu, atado como un  potro a  las arboledas de la Aldea…”
Entonces me acordé de ti, mi amigo. Sé que no hemos estado muy cerca estos últimos años. Después del incidente, del que es mejor no hacer memoria, asumí que no deseabas saber más de mí y nunca volví a Casagrande a preguntar por ti. Sé que esta vez entenderás. Sé que guardarás este tesoro entre tus cosas, me dejarás acercarme alguna vez a esa oficinita triste que mantienes junto a la Iglesia de la Candelaria y me permitirás gozar de la lectura de estas frases que me llenan la boca de un sabor dulce y me traen aromas que creía olvidados. Lo harás por nuestra amistad, por esa juventud gastada entre libros, por esas primeras lágrimas de amor que tratamos de contener a golpes de aguardiente en las afueras del claustro. Impedirás que desaparezca este tesoro.
En Casagrande me contaron del proyecto que tienes con los señores de la junta. El Centro de Historia es el lugar adecuado para guardarlo. Yo te diré cuando llegue el momento oportuno. Me dicen que el obispo y otra gente del pueblo están interesados en el proyecto y lo financiarán. Es excelente. Siempre quisimos cuidar de los libros y documentos valiosos de nuestro pueblo, pero no permitas que dejen por fuera a esta poeta.
Desde que desperté de ese sueño con Dolly no he dejado de pensar en cómo explicarte las razones por las que te confío este regalo que me ha hecho el azar. Amigo, muy pronto nos reuniremos en Medellín y hablaremos del asunto. De antemano te agradezco. Sabrás reconocer que estos apuntes y cartas son documentos valiosos que algún día nos enorgulleceremos de poseer. Revisa los nombres de los remitentes. En verdad Dolly estuvo rodeada siempre de personas importantes. Guarda muy bien este paquete que es como la mitad de mi corazón.

 Ignacio Ramírez.

miércoles, 30 de agosto de 2017

Canción de entrega

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Esta mi sangre, en llamas florecida,

ha de unirse a tu voz como una ola,
y crecerá en capullos milagrosos
si la ampara tu sed como una sombra.

Me infiltraré por tus arterias vivas
como pequeña abeja entre el capullo.
Me romperé en tu ser como una nube,
me vertiré sutil en tu murmullo.

Y verás en mis ojos ese mundo
que recóndito tiembla en floraciones;
ese volcán dorado que no estalla
hasta tener tu luz y tus canciones.

Y sentirás mi espacio que se ensancha
como un inmenso lago de panales
y las frutas calladas de mis senos
temblar como el aliento de los ángeles.

Me doblaré a tus pies como una rama
y mi tacto se hará como las uvas.
Mi cuerpo como un árbol generoso
tendrá para tu sed frutas maduras.

Y será como un cántico de espumas
la hora presentida de la entrega.
Tan sutil y tan leve a mi llegada
como el pulso sonoro de tus venas.

jueves, 30 de marzo de 2017

Laxitud


Acércate amor mío
quiero verte mejor
la cara de fatiga
que te dejó el amor.

Son más tristes tus ojos,
más pálida tu frente;
el correr de la sangre
en tus venas se siente.

Tu boca se ha quedado
como una flor abierta.
Descansa tu cabeza
como una rosa muerta.

Me invade tal ternura
después que me has querido
que te siento a mi lado
como un niño dormido.

El aliento cansado
que en mi pecho se mueve,
a pasar por tu cara
ni siquiera se atreve.

Déjame contemplarte
en silencio profundo
para ver en tus ojos
la belleza del mundo.

No te muevas, no hables
y reposa en mi pecho.
¿no sientes el aroma
que exhala nuestro lecho?

Cierra tus negros ojos
y duérmete, mi vida,
yo velaré tu sueño
                                                                  a tu aliento prendida.
Aridez


Mi vientre está callado como una flauta ciega;
como un jardín nocturno, como un farol cansado.
¡Lenta rosa sumida en la penumbra
sin la blonda semilla del amado!

La sangre va sonámbula por mis rotas arterias
sin que un grito de luz la rompa como un vino.
Desolada quietud de espiga muerta
sobre el rubio temblor que aroma el trigo!

Esta cintura estrecha con aros musicales,
apretada a mi carne como un viento ceñido.
Es inútil su espacio como la luz que apenas
se filtra por los poros cerrados de un anillo.

Esta estrecha cintura sin las grietas henchidas
de la uva morena reventada en dulzuras.
Este vientre sumido sin la comba latiente
del milagro escondido de la fruta madura.

Estos senos alzados en la cima del torso,
tal cálidos espejos en la sien de la aurora,
de gérmenes inválidos sus redondeces tiemblan
como quebrados tallos de ausentes amapolas.

Estas quietas caderas sin latidos secretos,
sin el dolor sublime del dulce ensanchamiento.
Breve flor cerrada sin la abeja de música                                  
que transite su carne como un cálido viento!

Este mar de mi sangre como el pulso del aire,
en cintas empinadas, en ráfagas sonoras,
es el tallo que canta con su propia cadencia
ignorando el milagro de repartise en hojas!

El arpa de mi cuerpo con áridos perfumes,
por la orilla del mundo va gimiendo angustiado.
—¡Oh perpetua amargura de la hembra que guarda

absolutas tinieblas en su vientre callado…!


No he mecido un niño


No he mecido un niño;
por eso mis brazos
no saben de alas
perfumes  ni nardos.

No he mecido un niño;
por eso mi cuerpo
no sabe de nidos
ni de miel  mis senos.

No de venas rotas,
ni la comba dura
del fruto escondido
que ancha la cintura

No he mecido un niño;
por eso en mi canto
no suenan las notas
azules del llanto;

Ni sabe mi tacto
de las cosas suaves:
la brisa, el rocío
y el volar del ave.

No he mecido un niño.
Mi sangre dormida
no sabe el milagro
de ser compartida.




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¡Quién tuviera un niño!


Quién tuviera un niño chiquitín y suave
como un botoncito de rosa entre abierto;
de apenas escasos cabellos dorados
y los ojos claros como el firmamento.

Quién tuviera un niño chiquitín y suave,
de manitas tiernas como dos capullos,
de orejas rosadas como caracoles,
donde mi voz fuera de sutil murmullo.

Y en las noches frías cuando el viento ruge
y las puertas hace crujir con espanto,
para no sentirlo temblando de miedo
apretado a mi alma le entonara un canto.

¡Qué de cosas bellas haría a mi niño!
Terciopelo y raso no fueran tan suaves
a su cuerpecito de piel de durazno.
Yo le haría un nido con plumas de aves.

No le contaría historias de lobos
ni de ogros feroces, ni caperucitas.
Le dijera de ángeles con alas muy blancas,
de jardines mágicos con hadas madrinas.

Para que jugara con sus manecitas,
cascabeles rudos, no pondría en su cuna.
Tiernas avecillas y estrellas de plata
y hasta por juguete le daría la luna.

No me atrevería a asirlo muy fuerte,
temerosa acaso de que se rompiera
entre mis dos brazos como porcelana
o como un pequeño muñeco de cera.

Yo me pasaría las horas felices,
tejiendo pequeños saquitos de lana.
haciendo canciones de música etérea
que cantara luego al pie de su cama.

¡Quién tuviera un niño chiquitín y suave!
Como un botoncito de rosa entreabierto,
para hacerle versos bordados con oro
en letras azules sobre el firmamento.

Fragmento de la novela "Aún llueve en Torcoroma", que narra la vida de la poeta Dolly Mejía

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