En este post quiero compartir con ustedes el capítulo I de la novela "Aún llueve en Torcoroma", una biografía novelada de la poeta Dolly Mejía Moreno.
En esta novela, la escritora Olga Echavarría recorre la vida de la poeta, a partir de la investigación realizada no solo en Colombia, sino también en España, Argentina, Alemania, Francia, países donde la poeta vivió y trabajó. La escritora decidió rellenar con ficción los espacios en blanco, aquellos detalles que no pudo comprobar, descubrir o establecer como verdad. El relato, narrado a tres voces, se convierte en un testimonio valioso de la fascinante vida de esta mujer que es, en gran medida, la historia de la lucha de todas las mujeres latinoamericanas por abrirse camino en el mundo artístico y profesional, dominado por los hombres a comienzos del siglo XX.
Olga Echavarría, autora.
Aún llueve en Torcoroma
Capítulo I
Anoche soñé con ella.
Me miraba con tristeza tras una vidriera empañada. Del techo de madera se desprendía una lluvia menuda, como si una
nube se desmigajara sobre nosotros. Ignacio,
repetía ella. Busqué sin éxito una
abertura para poder abrazarla. La llamé: Dolly,
hermosa Dolly, pero mi voz era como un vapor que ascendía de mi garganta y
se perdía entre los vidrios teñidos por la opacidad de su cuerpo. Ignacio. El sonido de su voz era
agobiante. Luché por desprenderme de su embrujo, huir de sus lamentos, pero no
lo conseguí. Una y otra vez veía aparecer su rostro, su cabello rubio, sus
labios a los que solía escribir poemas en los días de la universidad. Desperté
aterrado, me pegué a los huesos de Yolanda. Ella se revolvió con disgusto, pero
no me rechazó. Recordé entonces la llamada:
―¿Ignacio?
Tienes un encargo. Dice Miranda que un amigo de Dolly llamó para pedir que le
devuelvan el equipaje que envió la semana pasada a Torcoroma. Que él no tiene
tiempo. Que si tú te puedes pasar por allá para que recojas las cosas y se las
envíes al coronel Gómez a Bogotá.
Cuando
escuché esas palabras sentí que la sangre fluía más lentamente por mis venas.
Ese nombre que había tratado de sepultar entre pilas y pilas de otros nombres
tomó forma en el aire: su cintura pequeña, los destellos del cab ello, la
hondura de sus ojos negros, la belleza que maldije tantas veces en medio del
suplicio de los celos, completa, intacta, tan cerca de mí que podía
tocarla.
Mi
mirada tropezó de golpe con la de Yolanda. El odio escurría de sus ojos, como
si también ella hubiera logrado contemplar a Dolly de pie en medio de la
habitación. La voz añadió:
―¿Aló,
Ignacio? Me imagino que no es fácil ir a recoger las cosas de Dolly, pero a mí
me queda imposible y Miranda sigue ocupado con el pleito de Palermo. El coronel
dice que te conoce y te considera de toda su confianza. Que vayas tranquilo que
allá está Suso, que él te abre las habitaciones del fondo, donde están las
maletas.
Era
viernes, el cielo proyectaba su azul intenso sobre las lozas del cementerio y
los pinos que bordeaban los senderos. El coronel Gómez, rodeado de unos cuantos
familiares, permanecía rígido frente al ataúd blanco, con ribetes dorados que
descansaba aún sobre los soportes, encima de la fosa. Pude adivinar una única lágrima
tras los cristales oscuros de sus gafas. Luego, un erguimiento marcial del
coronel la hizo visible. Pude apreciar cómo rodaba por su mejilla antes de
penetrar en el bigote cano. Mis ojos secos continuaban contemplando la escena,
sin aceptar que bajo las capas de tierra negra que arrojaba el sepulturero se
encontraba ella, en la quietud y el silencio que siempre quiso y que solía
buscar por los bordes de los arroyos, en los senderos del pueblo, en el mirador
a oscuras durante la madrugada.
―Está
bien ―respondí fingiendo indiferencia―. Dame la dirección del coronel.
La
carretera estaba más llena de barro que de costumbre. En pleno octubre llovía
abundantemente y los caminos se habían estropeado. El jeep de Miranda avanzaba
con sacudidas violentas. Las recuas de mulas se apartaban con corcoveos y
aspavientos que los arrieros trataban de aplacar con el rejo, cuidando más de
la carga que de las bestias espantadas. Me detuve un rato cuando la casa
apareció entre el cafetal y el potrero reverdecidos por la lluvia. Las puertas
y ventanas clausuradas semejaban un rostro macilento, sin embargo Torcoroma
estaba lejos de verse como una casa abandonada. Jesús María mantenía el jardín
henchido de Hortensias, rosales de muchos colores, azaleas y jazmines. Los
árboles rodeaban la casa como viejos soldados estremecidos por la brisa. Hice
el camino de entrada a pie para aspirar mejor el aroma de los limoneros y
naranjos y observar el vaivén de las ramas de los eucaliptos que bordeaban la
carretera.
Las
llaves pendían de un clavo, como había acordado con Jesús María. El mismo clavo
hería por el centro un sobre: el telegrama del coronel confirmando mi visita
para retirar de la hacienda las cosas de Dolly. La puerta principal se abrió
con un crujido y dio paso a la luz de la tarde. La madera de las ventanas
clausuradas gimió a su vez y un viento frío recorrió la sala vacía. Tal vez
pensaban enviar los muebles después del equipaje, tal vez para Dolly ya no era
importante tener la hacienda llena de cosas. Sólo esperaba reclinarse en la
cama grande de la habitación contigua a la sala, separar el toldo apolillado,
tal y como yo lo hice con mis manos temblorosas, y descansar sobre las
almohadas enormes, rellenas de plumas de ganso.
Apoyé
mi brazo en el colchón que cedió blandamente y me recosté en la cama. Dejé
salir mis las lágrimas que rodaron por mis mejillas hasta humedecer la almohada
olorosa a encierro sobre la que aún podía adivinar la cabellera rubia extendida
en rizos dorados y el rostro de Dolly, sereno por el sueño. Sonreí tristemente
a la condena que había significado para mí verme privado de su presencia. Mi
destino era extrañarla siempre y desear para mí la existencia de otros hombres,
libres de amarla y recibir su amor. Debí quedarme dormido porque de repente
abrí los ojos a la negrura de la noche y fue preciso alumbrarme con los faros
del carro para poder alcanzar las maletas duras donde se encontraban sus cosas.
No quise pedir ayuda a Suso que a esa hora estaría entrando al rancho, unos
metros más abajo, cansado por un día largo en el lote.
Pasé
la noche acariciando sus cosas, regocijándome con cada hallazgo: una hoja o un
pétalo dentro de un libro, una fotografía suya, un poema a medio escribir, una
libreta con apuntes. Debajo de su ropa encontré el objeto más precioso de
todos. Una cinta blanca lo rodeaba y sellaba con un nudo que acaricié
largamente. Imaginaba sus manos en la intrincada labor de dar forma al nudo y
quise deshacer sus movimientos desbaratando los pliegues para liberar el montón
de hojas que guardaba. Lo primero que noté fue la fecha en la parte superior,
la mayoría eran cartas, pero también, allí mismo, encontré sus confidencias, su
prosa melodiosa y dramática, sus palabras más gastadas: sangre, comba, rosa,
azul. Inicié la lectura apresuradamente.
La
noche seguía su curso y una lluvia intensa golpeó las tejas de barro,
apremiándome a regresar al pueblo. Pensé en el coronel y su bigote duro. En su
expresión al descubrir mis cartas y los demás textos que descansaban en mis
rodillas. Te confieso que hasta ese momento no había considerado este hurto. No
sabía que ya no lograría desprenderme del espíritu de Dolly que adivinaba preso
en cada confidencia suya. Sentí, ya casi llegada la madrugada, que no me sería
posible apartarme más de aquellas páginas. En casa me esperaba Yolanda. Pensé
con alarma que no dejaría de registrarlo todo hasta dar con el paquete que
sostenía, lleno de dicha, entre mis manos. Cuánto había odiado siempre a esa
rival que llenaba por completo mi pecho y de quien no lograron apartarme miles
de millas de distancia, ni los rostros y cuerpos hermosos que se me ofrecieron
a lo largo de los años, ni el primer llanto de mis hijos, ni los escasos éxitos
en mi profesión, ni mucho menos su cándido amor de adolescente del que ya no
quedaba ni una gota que la moviera siquiera a compasión. Sostuve ante mis ojos
una de las fotografías de Dolly y pensé en el rostro hermoso encogiéndose y
deformándose bajo las manchas pardas del fuego de la hornilla, donde sin duda
sería arrojada en un arranque de ira por Yolanda. Palpé con gozo las hojas: “…El cielo de Madrid es un espanto de motores
dementes pero eres un consuelo para mi espíritu, atado como un potro a
las arboledas de la Aldea…”
Entonces
me acordé de ti, mi amigo. Sé que no hemos estado muy cerca estos últimos años.
Después del incidente, del que es mejor no hacer memoria, asumí que no deseabas
saber más de mí y nunca volví a Casagrande a preguntar por ti. Sé que esta vez
entenderás. Sé que guardarás este tesoro entre tus cosas, me dejarás acercarme
alguna vez a esa oficinita triste que mantienes junto a la Iglesia de la
Candelaria y me permitirás gozar de la lectura de estas frases que me llenan la
boca de un sabor dulce y me traen aromas que creía olvidados. Lo harás por
nuestra amistad, por esa juventud gastada entre libros, por esas primeras
lágrimas de amor que tratamos de contener a golpes de aguardiente en las
afueras del claustro. Impedirás que desaparezca este tesoro.
En
Casagrande me contaron del proyecto que tienes con los señores de la junta. El
Centro de Historia es el lugar adecuado para guardarlo. Yo te diré cuando
llegue el momento oportuno. Me dicen que el obispo y otra gente del pueblo
están interesados en el proyecto y lo financiarán. Es excelente. Siempre
quisimos cuidar de los libros y documentos valiosos de nuestro pueblo, pero no
permitas que dejen por fuera a esta poeta.
Desde
que desperté de ese sueño con Dolly no he dejado de pensar en cómo explicarte
las razones por las que te confío este regalo que me ha hecho el azar. Amigo,
muy pronto nos reuniremos en Medellín y hablaremos del asunto. De antemano te
agradezco. Sabrás reconocer que estos apuntes y cartas son documentos valiosos
que algún día nos enorgulleceremos de poseer. Revisa los nombres de los
remitentes. En verdad Dolly estuvo rodeada siempre de personas importantes.
Guarda muy bien este paquete que es como la mitad de mi corazón.
Ignacio Ramírez.





